La educación post coronavirus: ¿cambiará algo?

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Somos muchos los que venimos pregonando que este sistema educativo necesita revisar su rumbo, y sin querer, el coronavirus nos obligó a pegar un volantazo. En un principio, ante la incertidumbre, se dieron situaciones improvisadas para poder salir a flote. A pesar de ello, de a poco el barco se fue enderezando y hemos podido ajustar algunas prácticas didáctico- pedagógicas.
De ahora en más, el gran desafío será ver qué funcionó y qué no. Ver de qué manera podemos aprovechar esta oportunidad para dar un salto cualitativo a una mejor educación y darles respuesta a los muchos desafíos que todavía tenemos pendientes. A continuación, los invito a pensar cómo se vieron interpelados distintos aspectos de la educación en estos últimos meses y cuáles son los retos que nos plantea cada uno de ellos.

La cuestión de la desigualdad

Sin duda alguna, la parte más oscura que nos mostró la pandemia fue la gran desigualdad que existe a lo largo y ancho de nuestro país. Por un lado, nos encontramos con estudiantes con conectividad y computadoras, que vieron garantizada su continuidad pedagógica a través de las clases virtuales. Por el otro, miles de alumnos que, en condiciones completamente distintas a los anteriores, tuvieron dificultades para sostener su continuidad en la construcción de aprendizajes.

La oscuridad de la desigualdad también alcanzó a los docentes. Algunos, con una formación más sólida en tecnología, salieron de manera contundente a dar respuesta a esta situación inédita; con coraje y empatía. Otros se vieron desbordados por las circunstancias, ya sea por la falta de recursos materiales o por sentirse poco formados en competencias tecnológicas.

En efecto, la pandemia visibilizó la necesidad imperiosa de educar independientemente de las circunstancias, ajustándonos, aprendiendo, desaprendiendo y reaprendiendo. Este escenario nos plantea un desafío más que interesante: la avenida de la educación es muy angosta y necesitamos ensancharla para que muchos más estén efectivamente incluidos. La educación es un derecho, no un privilegio. La calidad de la educación de cada estudiante debe estar garantizada, no puede ser una cuestión de suerte.

La educación es un derecho que debe ser cuidado, protegido y valorado. No podemos tener escuelas para unos y escuelas para otros. La educación debe estar ligada al futuro mundo laboral de los estudiantes, y en ese sentido, el estado debe garantizar conectividad y recursos tecnológicos para todos los alumnos del país.

La formación docente debe continuar empoderando a sus egresados para que se posicionen como profesionales de la educación idóneos, entusiastas y comprometidos en lograr la tan mentada transformación educativa. Como profesionales de la educación, nuestros docentes deben desarrollar su tarea bajo determinadas condiciones esenciales: sueldos dignos, infraestructura y edificios adecuados. Son necesarios más y mejores recursos, sin los cuales hablar de una mejora educativa suena casi como una fantasía. Es necesario comprender que la calidad del sistema educativo depende de las condiciones en la que los docentes desarrollan su tarea.

Revisar las prácticas didáctico-pedagógicas

El cimbronazo de la pandemia nos obligó a replantearnos la manera de enseñar y de aprender. Muchos docentes tuvieron que despojarse de prejuicios y de ideas preconcebidas para darle forma a un nuevo modelo de enseñanza y aprendizaje. De manera repentina, pasamos de una modalidad completamente presencial a una modalidad mediada por la virtualidad. Nos dimos cuenta de que una clase virtual no es solamente una clase presencial a través de una pantalla. Las clases virtuales tienen otra lógica, otros tiempos, otras necesidades.

Sin la presencialidad, nos encontramos con la necesidad imperiosa de revisar las prácticas y las estrategias para que los chicos socializaran, se vieran la cara, interactuaran entre ellos, debatiendo, compartiendo ideas, trabajando en grupos. Además, los docentes tuvieron que encontrar la manera de establecer un diálogo fluido con sus alumnos, con instancias para la retroalimentación y la metacognición. En ese trabajo, el foco no estuvo solamente en enviarles a los alumnos tareas para mantenerlos ocupados, sino que fue necesario generar condiciones para que los chicos puedan pensar, analizar, reflexionar, debatir, aplicar, crear e integrar todo lo aprendido.

En esta suerte de hacer navegar el barco por aguas inciertas, la revisión de estrategias también alcanzó a los contenidos. Con la disminución de la carga horaria cara a cara, hemos tenido que recortar temas —enfocarnos en lo más importante— y priorizar la enseñanza y el aprendizaje de habilidades.

Pero no solo los docentes tuvieron que repensar prácticas, los estudiantes, también. Hemos visto alumnos “despertarse” en esta nueva modalidad y poner en juego toda su creatividad para entregar trabajos, tuvieron el poder de adaptarse con lo que tenían, supieron expresar solidaridad, ayudando a sus compañeros, y desplegaron tantas otras habilidades que parecían estar siempre por detrás del currículo en las clases tradicionales.

Al igual que una torre, el aprendizaje se construye con el aporte de todos y cada uno de los involucrados. Para emprender esa labor, es preciso darle la bienvenida al trabajo interdisciplinario, pensar a la educación desde una mirada integradora, fusionando áreas.

Aquí, el desafío está en ser conscientes de que no se puede pasar de la noche a la mañana sin atravesar el amanecer. La vuelta a las aulas debe encontrarnos con un modelo de enseñanza-aprendizaje combinado, en donde podamos pasar de lo presencial a lo virtual de manera fluida.

El foco debe estar puesto en que más que memorizar respuestas, los alumnos puedan resolver situaciones, desarrollando de esta manera un pensamiento crítico, creativo y más profundo. La escuela debe enseñar a pensar porque a pensar se aprende. Debemos permitirles a los alumnos manejar su propia autonomía. Esto significa centrar la atención en ellos, permitirles explorar y aprender de acuerdo con sus propios estilos y fomentar su propia responsabilidad a través de estrategias de resolución de problemas, el pensamiento de diseño, la gamificación, el trabajo en equipo, trabajar de manera interdisciplinaria (no en comportamientos estancos), darle lugar a la coenseñanza y a otras prácticas que los involucren cognitiva y emocionalmente.

Repensar la evaluación

Otra de las cuestiones que enfatizó esta crisis es la diferencia entre evaluar, acreditar y calificar. Evaluar es una condición necesaria para mejorar el proceso de enseñanza-aprendizaje, se trata de un procedimiento continuo que le permite al docente tomar decisiones sobre la base de los logros de sus alumnos. Esto hace que el docente pueda mejorar, optimizar o refinar sus prácticas, mientras que los alumnos tienen la posibilidad de expandir su desempeño. Es decir, debemos evaluar constantemente, lo que no implica necesariamente calificar; tal como lo dispuso para esta ocasión el Ministerio de Educación.

Tristemente, por lo general, se enfatizan las calificaciones por sobre el aprender; pareciera que el objetivo se centra en aprobar. ¿Es ese, realmente el objetivo de la escuela? Si nuestros alumnos estudian para aprobar y enseñamos para que aprueben, ¿dónde quedó el aprender?

Tal vez, uno de los desafíos más interesantes sea poner el foco en aprender para que aprobar sea una consecuencia. Debemos volver a la “aventura del saber”, en donde los alumnos puedan despertar la curiosidad que suscita las ganas de saber. El reto de este siglo es el de ayudar a los alumnos a pensar de maneras diferentes, a desafiar nuevas inteligencias. Repensar la evaluación también nos lleva, una vez más, a repensar las prácticas. No siempre al alumno “le va mal” porque no estudia; en su desempeño se ven involucradas tanto las estrategias de enseñanza como los procedimientos de evaluación. Aquí, es necesario prestar atención a la dimensión emocional del aprendizaje y a nuestra responsabilidad pedagógica en ese aspecto. De tantas “malas notas”, algunos alumnos terminan pensando que “no sirven”, en consecuencia, baja su motivación, se frustran, se rinden y abandonan el barco.

Cuando les enseñamos a nuestros alumnos a ver sus errores de manera racional y no emocional, les estamos dando una lección mucho más importante que el tema en cuestión. Les enseñamos a manejar la frustración y a aprender de los errores, que son sin duda, habilidades esenciales para la vida. Cuando logramos que nuestros alumnos cambien su mirada frente a la evaluación, capitalizando sus errores, los estamos dotando de herramientas para enfrentar la vida adulta.

El vínculo y la necesidad de aulas “sanas”

En este contexto de aislamiento, lo que más padecieron los alumnos y sus docentes es la falta de esa “complicidad” que da la presencialidad. Las carencias son infinitas y van desde ese abrazo del maestro que “reinicia” al alumno antes de entrar al aula hasta la mirada de aprobación o la palmadita en el hombro. La falta de contacto personal fue, sin duda alguna, lo que más se resintió en estos últimos meses. Somos una comunidad, y como tal, necesitamos los unos de los otros para aprender. Pero ese espacio para aprender y enseñar debe ser un aula en la que habitarla sea una experiencia placentera. El quedarse en casa, para muchos, fue un alivio. Fue la excusa perfecta para no tener que soportar situaciones traumáticas como el bullying o el acoso escolar. Sin embargo, para muchos, el miedo a ser hostigados continúa también en este contexto de encierro y prefieren tener apagadas sus cámaras por miedo a la exposición.

Nuevamente, se nos presenta un desafío a resolver: la tarea de educar implica sostener vínculos. El docente es custodio de la autoestima de sus alumnos y debe asegurarse de que ninguno interfiera en el aprendizaje del otro. Es importante comprender que un aula sana, emocionalmente armónica, es el escenario ideal para generar el aprendizaje. Sin respeto, ningún alumno se sentirá lo suficientemente libre de participar activamente en las vivencias áulicas ni de desplegar todo su potencial creativo.

El papel de los directivos

En este escenario de incertidumbre y aislamiento, algunos directivos pudieron dar una respuesta inmediata a la situación, y constituyeron equipos idóneos, pero otros se sintieron sobrepasados.

Durante años se han debatido constantemente las definiciones de gestión y liderazgo. El líder es quien crea una visión y el jefe quien la implementa. Creo que ahora, más que nunca, el consenso radica en que se necesitan más líderes que jefes. Los diccionarios definen a un líder como una persona que, mediante la fuerza del ejemplo, del talento o de las cualidades individuales, tiene un rol de dirección, maneja una influencia considerable o tiene seguidores en cualquier esfera de actividad o pensamiento. La definición anterior nos proporciona un buen punto de partida para explorar las diferencias entre los jefes y los líderes. Es interesante notar que a los líderes se los define por sus habilidades, cualidades y comportamiento. La gente sigue a los líderes porque parecen saber dónde están yendo, y en este naufragio, saber dónde ir, no es poco.

Los líderes ven más allá de lo previsible y pueden sugerir cambios o estrategias revolucionarias. Y no solo esto, logran transformar el miedo a lo desconocido que tienen sus docentes, en una oportunidad. Le dan la bienvenida al cambio y se energizan con él.

En este contexto pandémico vimos muchos directivos tomando el mando, empoderando a sus equipos, acompañando, y construyendo una epopeya colectiva. Otros, desbordados, perdieron el rumbo, y la oportunidad. ¿Cuál será de ahora en adelante el desafío?

Muchas veces los directivos sobredimensionan su sueño y subestiman a su equipo. Pero hay que tener en claro que, un gran sueño con un mal equipo puede resultar una pesadilla. La incertidumbre de este escenario debe ser una oportunidad para que los directivos se conecten con sus docentes, los acompañen, los capaciten y por sobre todas las cosas, ¡los alienten a no bajar los brazos! Es aquí y ahora donde vamos a poder distinguir a los jefes de los líderes. Es el momento de construir equipos y generar una gesta que posicione el proceso de enseñanza-aprendizaje en el corazón de la escuela.

El lugar de las familias

Para hacerle frente a la virtualidad del aprendizaje, algunos chicos necesitaron más apoyo que otros. Los más grandes, ya acostumbrados a autogestionar sus aprendizajes, pudieron avanzar a su ritmo. Los más pequeños necesitaron, y siguen necesitando, la ayuda de los adultos para administrar el contenido que se envía desde las escuelas. La gran oportunidad que nos plantea esta pandemia es la de desarrollar hábitos de estudio y habilidades socioemocionales que les serán a los chicos de utilidad para toda su vida. Y en esta epopeya, las familias se ubican en el centro de la escena: de actores de reparto pasan a ser actores principales.

Con esta nueva realidad, aprendimos que no podíamos —ni debíamos— reemplazar a los docentes, pero sí acompañarlos. Algunos padres aprovecharon esta nueva situación de estar en casa y ver cómo sus hijos aprendían, qué los motivaba y qué los frustraba. Muchos comprendieron rápidamente que esta pandemia nos ofrecía oportunidades únicas para desarrollar en los chicos habilidades relacionadas con la autodisciplina, el poder planificar, priorizar tareas o pedir ayuda.

De ahora en más, nos aguarda el reto de acompañar a nuestros hijos en sus trayectorias académicas y ayudarlos a desarrollar hábitos de estudio de una manera más personalizada. Sin embargo, debemos encontrar un equilibrio. Es decir, cuando el adulto se preocupa excesivamente por su hijo —le hace los deberes o las actividades—, le saca la posibilidad de desarrollar herramientas esenciales para poder hacerle frente a la realidad que le toque en un futuro.

Cuando sobreprotegemos a nuestros hijos, aunque sea con la mejor de las intenciones, creyendo que ellos no pueden por ellos mismos, los despojamos del poder de decidir, de utilizar su razonamiento, de poder tomar decisiones. No los ayudamos a crecer y los colmamos de inseguridades, miedos, angustias y los tornamos incapaces de avanzar por sí solos. Ante esta situación, seguramente, se les hará difícil asumir la frustración o reconocer sus errores.

Debemos brindarles a nuestros hijos las herramientas que los ayudarán en su vida adulta: la resiliencia, la flexibilidad, el poder adaptarse, entre otras cosas. Aprendamos a no estar pendientes de ellos en exceso, a dejarlos explorar y a equivocarse. Resolverles la vida no es ayudarlos, es incapacitarlos. Es no permitirles convertirse en ellos mismos.

Reflexiones finales

Como hemos visto, la situación de aislamiento en la que estamos inmersos por causa de la pandemia no es para nada fácil. Sin embargo, sabemos fehacientemente que a pesar de las dificultades que nos presenta, esta es una etapa que algún día llegará a su fin. Es por eso que nos vemos obligados a preguntarnos: ¿qué pasará el día después? ¿Volverán los docentes a retomar sus viejas prácticas? ¿O volveremos a una escuela nueva en donde se ponga al alumno en el centro de la escena?

Para transformar la educación necesitamos de un compromiso profundo para generar y sostener cambios a lo largo del tiempo. Mejorar la calidad de la educación requiere, ante todo, de una voluntad muy firme de darlo todo. De trabajar de manera articulada entre todos los actores de la educación, y fijar metas a corto, mediano y largo plazo. La gran pregunta que nos queda es, ¿habremos aprendido lo suficiente para comenzar la gran transformación de la educación?

*Laura Lewin es autora, capacitadora y oradora TEDx.

Ambito


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