En los últimos años hemos reeditado el interés por el estudio de la educación desplegada en el ámbito familiar, en ese espacio íntimo de pertenencia que conforma nuestra comunidad originaria e identitaria.
Hemos expandido nuestra conciencia respecto de la centralidad de los aprendizajes producidos durante los primeros años de vida, pero también hemos descubierto esa plasticidad humana que nos mueve a seguir evolucionando y modificando patrones, aún a edad avanzada.
En este marco, los esfuerzos parentales se van encaminando progresivamente al desarrollo de capacidades que posibiliten a los hijos plasmar sus potencialidades positivas, despertando la vocación por conocer más y la curiosidad y el asombro frente al mundo. De la mano de esta conquista gradual, descubrimos el enorme peso de las emociones en el diario devenir, en tanto condicionantes de ciertas habilidades blandas que hoy resultan claves para el éxito personal. Porque, básicamente, nos permiten aprender a aprender y continuar haciéndolo a lo largo de la vida.
¿Escuelas o fábricas? Abordamos así aspectos motivacionales y reflexionamos sobre cómo promover en los niños y las niñas virtudes como la autoconfianza y la autorregulación, y el sentimiento de autoeficacia, con vistas a la construcción de una autoestima sana y realista. No hay duda de que estas competencias se adquieren e incrementan a través del establecimiento de hábitos positivos, mediante un entrenamiento en el que son necesarias pequeñas intervenciones formativas por parte de los padres, deliberadas y conscientes, que orienten su desarrollo.
Es claro que la primera educación, que se vivencia en el entorno familiar, es informal y diversa, pero no menos relevante. Todo lo contrario. Si estamos aprendiendo siempre y en cada interacción vincular, cuánto más de los padres y madres, modelos identificatorios primordiales de las subjetividades infantiles. Pero también educa la relación con los hermanos -los mayores y los menores-, experiencia crucial en nuestro acontecer biográfico.
Gracias a ella aprendemos a compartir, a negociar entre pares, a establecer alianzas y sellar acuerdos. A sintonizar emocionalmente con otro, nutriendo las raíces de nuestra empatía. Este tipo deformación, que solo se da en la familia, es eminentemente práctica, se produce por la mera coexistencia, es espontánea y abarca todas las dimensiones del ser personal de los hijos, pero también del ser de los padres.
Porque mientras educan, se educan. Mientras forman a otros, se están formando a sí mismos. El sistema educativo debe implosionar Finalmente, subrayamos que el vínculo parental debe tener la confianza como elemento central en la química de su ADN. Esa confianza que se crea y se gana. Que se acrecienta en una zona de coherencia entre el pensamiento y la acción, entre lo proyectado y lo vivido, entre lo dicho y lo hecho. Como síntesis de un ida y vuelta permanente, que se traduce en rutinas y buenas prácticas que elevan, modifican y transforman.
En este punto debemos tener presente que todo educa. Que nuestro cotidiano es susceptible de convertirse en una experiencia de aprendizaje potente, profundo y significativo. Y que los hábitos siguen siendo determinantes en la formación de esa segunda piel que moldea nuestras disposiciones innatas. Por eso, el ejercicio de la parentalidad debe cimentarse en la intencionalidad de nuestras acciones e insertarse en el contexto de un proyecto educativo familiar con objetivos claros y sensatos. Objetivos que, una vez fijados, nos permitan sopesar los medios y ahondar en la perseverancia hacia las metas, manteniendo el foco en el horizonte trazado.
Mariángeles Castro Sánchez – Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral.
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