Investigador adjunto del Instituto de Investigaciones Sociales de América Latina (IICSAL), que depende del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), doctor en Ciencia Sociales, magíster en Estudios y Políticas de Juventud y licenciado en Ciencia Política, Pedro Núñez se especializa en educación y juventudes y esta semana participó de la “Agenda Académica” de Perfil Educación. “El sistema educativo padeció la pandemia y quedó en evidencia la polarización política que atraviesa a la sociedad. Esto dificultó la forma de pensar cuál era la mejor manera para encarar la continuidad educativa, apoyar a familias y estudiantes o para potenciar la formación docente. Por supuesto, hay experiencias de docentes que generaron cosas interesantes y aprovecharon las posibilidades que presenta la tecnología, pero los mejores aprendizajes, como la posibilidad de trabajar en grupos reducidos, la posibilidad de articular contenidos o de repensar las evaluaciones, son experiencias que no terminamos de incorporar”, sostuvo.
Director del Doctorado en Ciencias Sociales de Flacso, docente de “Administración de la educación” en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Núñez es autor de La política en la escuela. Sensibilidades juveniles, justicia y derechos (La Crujía, 2013); compilador de Estudiar y transitar la secundaria y la educación superior. Experiencias pre y postpandemia (Homo Sapiens, 2022); y coautor de Más allá de la crisis. Visión de alumnos y profesores de la escuela secundaria argentina (Santillana, 2007) y Radiografías de la experiencia escolar (Grupo Editor Universitario, 2015). “No sabemos si incrementar horas en las escuelas garantiza mayor aprendizaje, porque hay media biblioteca que puede decir qué sí y otra media biblioteca que puede decir que no. Lo que importa es la calidad del tiempo, las posibilidades reales de acceder a aprendizaje. Si tenemos muchas horas pero durante la jornada no está el docente, porque falta o porque no hay proceso de designación rápida en los reemplazos, entonces no alcanza. Por lo que está bien sumar horas pero hay que pensar para qué están esas horas”, aclaró.
—En su libro Estudiar y transitar la secundaria y la educación superior. Experiencias pre y postpandemia, se presentan investigaciones que permiten analizar el legado del Covid en la educación. A través de esas lecturas, ¿cuál es el mayor impacto y cuál es el mayor aprendizaje que dejó la pandemia en la educación argentina?
—Más que una novedad, la pandemia permitió redescubrir y mirar con otros ojos un fenómeno en el sistema educativo que venía sucediendo. El sistema educativo, en el nivel secundario y superior, venía creciendo en cuanto a cobertura pero también mostraba algunos síntomas de dificultades, me refiero a preguntas que tienen que ver con para qué sirve, cómo se vincula con el mercado de trabajo, cuáles son los contenidos y procesos de enseñanza necesarios para esa instancia y un proceso de fragmentación y desigualdad educativa que la pandemia viene a poner en evidencia. Desde marzo de 2020, el sistema educativo enfrenta una necesidad de reconfigurar lo que se llamó espacio-escuela y quedaron en evidencia diversas desigualdades que se arrastraban, por ejemplo, en cuanto a infraestructura, a accesibilidad y uso a las tecnologías. Esas diferencias se convierten en desigualdad cuando por asistir a un tipo de institución, o por lo que se llama “efecto de grupo de pares”, o por la localización dónde está la escuela, hay consecuencias sobre cuanto se valora ese tiempo escolar y las posibilidades que genera a futuro. La pandemia demostró que hay serias dificultades y que es necesario repensar para encarar los desafíos que tiene el sistema educativo. Y es difícil decir cuáles fueron los aprendizajes, no sé si los tuvimos con la pandemia. El sistema educativo padeció la pandemia y quedó en evidencia la polarización política que atraviesa a la sociedad y eso dificultó la forma de pensar cuál era la mejor manera para encarar esta continuidad educativa, apoyar a estudiantes y familias o para potenciar la formación docente. Por supuesto, hay experiencias de docentes que generaron cosas interesantes y aprovecharon las posibilidades que presenta la tecnología, pero los mejores aprendizajes, como la posibilidad de trabajar en grupos reducidos, la posibilidad de articular contenidos, de repensar las evaluaciones, son experiencias que no terminamos de incorporar.
—En sus estudios usted remarca que uno de los mayores desafíos para el sistema educativo radica en la caída de matrícula entre el primer y el segundo ciclo, así como los porcentajes de estudiantes que no terminan la secundaria. ¿Es posible advertir que esta tendencia se acrecentará luego de la pandemia?
—Lamentablemente, no tenemos datos concretos de cuántos jóvenes dejaron la secundaria porque aún no se publicaron los anuarios. La última información disponible es de 2019. Pero las proyecciones hablan de un incremento de lo que suele llamarse abandono escolar, de personas que dejaron la escuela pero no por responsabilidad del individuo, sino como consecuencia de una serie de prácticas que se van concatenando y que se profundizaron con la pandemia. Lo que entra en tensión es la misma producción socioestatal de las edades, porque la escuela secundaria implica una producción de la adolescencia y la juventud, son personas de un determinado rango etario que van a asistir a esta institución y luego van a seguir en la educación superior. Pero lo que observamos es que las edades de quienes transitan por la educación secundaria son mayores a las esperadas. Y ahí aparece una tensión entre el tiempo institucional y el tiempo en el que las y los jóvenes atraviesan la experiencia escolar. Los datos muestran que hay mucha gente que inicia y luego deja de estudiar, en este proceso de desgranamiento, y mucha gente que termina de cursar pero debe materias entonces no tiene el título, o que tarda más años en lograr la titulación. De acuerdo a las estadísticas, sólo el 30% de quienes están en la secundaria se recibe en tiempo y forma. Eso sube al 50% si incorporamos a los que se reciben algunos años después. Hay un problema de egreso que es propio de los sistemas educativos latinoamericano, no es solo de la Argentina.
—A principio de año, el Ministerio de Educación advirtió que había quinientos mil estudiantes que salieron del sistema tras la cuarentena y aún no pudieron reinsertarse. ¿Cuál es la dimensión actual de este flagelo y cuál es el impacto que tendrá para el futuro?
—El colega Agustín Claus calculó que para 2020 había un millón de personas que se habían desconectado del sistema educativo en todos los niveles, y que esto repercutía más en la secundaria y en la educación superior, que son los niveles con mayores dificultades previas. Y no hay más datos concretos. En algunas provincias se implementaron planes para reconectarlos e ir a buscarlos. Pero necesitamos datos más sólidos. El Ministerio de Educación tiene elementos para aportarlos, por lo que necesitamos alguna definición política para articular esta información a nivel nacional con las provincias, ya que las escuelas dependen de cada jurisdicción. Si se veía el mapa prepandemia sabíamos que había lugares en los que las dificultades eran mayores, el sur de la Ciudad de Buenos Aires, ciudades como Mar del Plata o algunos lugares del NEA y NOA, que tenían dificultades con esos indicadores. Pero hay que reconstruir ese mapa con iniciativas a plantear en cuanto a programas que focalicen en relación a los jóvenes que volvieron a la escuela pero perdieron contenidos y también con aquellos que han dejado la escuela. El porcentaje histórico de los que dejaban la escuela estaba en el 18%, y estaba descendiendo, pero ahora se calcula que es el 22%. Este será el año a medir, con una presencialidad plena, y desde ahí debemos pensar cuestiones a revisar.
—¿Cuál es el efecto negativo que tendrá la pandemia en el sistema educativo, cuando hay cuatro puntos porcentuales de abandono por encima del promedio histórico?
—Los estudios de organismos internacionales, como Unicef, el BID, o la Cepal, muestran que el impacto de la pandemia es enorme en el sistema educativo y generó lo que suele denominarse un “efecto cicatriz”, un problema que se va acumulando en función de las posibilidades a futuro. Pero hay que ser precavido, porque no tenemos tanta claridad sobre los números por lo que es difícil asignarle un mote a esta generación, es decir, la generación pandemia. Es un grupo muy heterogéneo, con gente que pudo mantener clases regulares con distintos tipos de plataformas que les permitió acceder a contenidos o porque pertenecen a familias de determinado capital intelectual que completaron lo que no podían acceder en la escuela, y hay otros que no pudieron vincularse con la escuela. Por lo que el efecto es desigual. Y, otra vez, no es algo que no supiéramos antes, pero la pandemia lo puso en evidencia.
—El mercado laboral argentino no ha crecido en la última década, por lo que la idea de pensar la secundaria como espacio de formación laboral puede estar en discusión entre los jóvenes. Sin embargo, en sus estudios usted marca que la educación todavía sigue teniendo ese valor formativo para los estudiantes. ¿Cómo opera ese sentimiento en relación al proyecto de generar prácticas profesionales en los últimos años de la secundaria?
—Hace varios años que se discute si se perdió el sentido clásico de la escuela secundaria. Cuál sería ese sentido histórico que formaba para el mercado de trabajo o que permitía acceder a estudios superiores. Lo que nosotros encontramos en las investigaciones que hacemos con el equipo de Flacso es que para muchas personas esos sentidos siguen presentes, pero que no valoran estar en la escuela secundaria solo por eso, sino por la sociabilidad, por la convivencia escolar, por la participación, por el reconocimiento de derechos, por la posibilidad de expresarse en cuestiones de género, con la ESI. Hay otros sentidos que aparecieron con un impacto enorme porque la escuela secundaria se convirtió en un espacio donde la juventud puede ser y sentirse joven. En relación a este proyecto de pasantías, hay que trabajar de manera muy clara, sincera y honesta para saber cuántos de esos pasantes pueden quedar con el puesto fijo, cuál es el sentido de esa formación, si es para abaratar costos de las empresas o también implica que las personas incorporen herramientas que luego serán validadas en el mercado de trabajo. Por lo que más que apuntar a la formación de un determinado puesto de trabajo, creo que la escuela tiene que brindar la mayor cantidad de herramientas y eso implica conocimientos de todo tipo.
—¿Puede ayudar a mejorar la educación aumentar la cantidad de horas en las escuelas primarias o el problema es de otra dimensión?
—El sistema educativo es muchas cosas, pero también un espacio de cuidado. Y esto ha quedado más en evidencia durante la pandemia. Muchas familias necesitan que sus hijos estén en las escuelas para poder trabajar y organizar su cuidado. En ese sentido, incrementar horas funcionaría para ganar autonomía para esas familias. Pero no sabemos si incrementar horas en las escuelas garantiza mayor aprendizaje, porque hay media biblioteca que puede decir qué sí y otra media biblioteca que puede decir que no. Lo que importa es la calidad del tiempo, las posibilidades reales de acceder a aprendizaje. Si tenemos muchas horas pero durante la jornada no está el docente, porque falta o porque no hay proceso de designación rápida en los reemplazos, entonces no alcanza. Por lo que está bien sumar horas pero hay que pensar para qué están esas horas: con qué docentes, con qué recursos, qué pasa en las instituciones que tienen doble turno. Hay que pensar soluciones, pero necesitamos conocer con mayor detalle en qué consiste esa propuesta.
—En sus estudios usted analiza la participación política en las escuelas, donde muchos jóvenes inician distintos niveles de militancia. ¿Cómo afecta a la política estudiantil la despolitización y la apatía que se evidencia en el resto de la sociedad?
—En la juventud se observan los mismos comportamientos en relación a la política que se presentan en los adultos. La participación suele concretarse en algunas instituciones más tradicionales. En los últimos años hubo mucho esfuerzo en pensar programas que desarrollaran la participación política de los jóvenes, desde centros de estudiantes, hasta aula ESI o consejos de convivencia o cuestiones medioambientales o solidarias, no solamente la militancia mirada desde lo partidista. Pero se ve en las escuelas lo que una docente entrevistada definió como “espíritus dormidos”: en los jóvenes hay menos iniciativa pero están dispuestos a participar si algo los motiva y también se advierte en ellos un espacio de aprendizaje de lo que es ser ciudadano y ciudadana, que es muy interesante.
—Esta sección se llama “Agenda Académica”, porque propone darle espacio en los medios de comunicación masiva a investigadores y docentes universitarios que se especializan en distintos temas. La última pregunta tiene que ver, precisamente, con ese objeto de estudio: ¿por qué decidió dedicarse a la educación y juventud?
—Fue la casualidad y el azar. Uno va llegando a los temas por la pasión, porque te interesan y porque la vida te va acercando a cada especialidad. Empecé investigando temas de jóvenes, luego me sumé al equipo de investigación de Inés Dussel en Flacso y comencé a aprender sobre el sistema educativo. Pero siempre fui una especie de anfibio, porque las investigaciones que nosotros hacemos intentan pensar al sistema educativo desde los jóvenes, no nos concentramos solo en los procesos educativos sino en las experiencias juveniles que se presentan en esos espacios. Intentamos comprender cómo son las experiencias más gratificantes para ellos y ellas. Muchas veces la escuela secundaria es el lugar en el que sienten que pueden ser más contenidos, desde su experiencia de ser jóvenes. Por lo que intentamos dar lugar a las voces juveniles que, en general, suelen ser dejadas de lado. Es importante reponerlas en la construcción de ese debate.
Perfil.com